No quiero engañarme ¿Para qué?... Sé que no volverá.
Cuando ellas deciden irse ya es
tarde, significa que alguien más le dio su cariño, sus caricias que logran ruborízarlas,
quizás, hasta le cocino una rica cena de esas que enganchan su nariz y la
atraen a la mesa, y eso, a ellas, les encanta.
Yo lo hacía con ella, para mí era
un placer acariciarla y sentir como su pelo castaño con toques de naranja se
deslizaba por los surcos de mis dedos. Aunque por lo general es a nosotros los
hombres a los que nos gusta que nos froten el pelo, ella parecía disfrutarlo
más que yo...
Nuestro lugar predilecto era el
sofá de nuestra, bueno, mi casa.
No puedo creer que solo hace tres
días estuviéramos allí, tirados en el sofá, ese que parecía esperarla haciéndose
más esponjoso a medida que ella se le acercaba.
Todo en la casa parecía amarla y el
sentimiento era mutuo. Ella amaba sus ventanas, quizás por sus marcos de madera
acre, quizás por su olor a bosque templado. Miraba
largo... y tendido por los cristales de ellas todas las mañanas, como meditando en
no sé qué... Y mientras lo hacía, yo la miraba a ella, disfrutando de su
hermosa figura; hasta que se volteaba y, con un gesto, se despedía de mí; era
muy puntual a sus citas mañaneras.
Sus ojos, guao, sus ojos... Verdes
claros, destellantes, como con una capa de aceite oliva en ellos. Solo su
mirada hacia nacer en mi esa emoción de ternura y reverencia entremezclada.
No soy hombre de expresiones de
cariño, mis hombros se tensan cuando lo recibo, pero parecía no molestarme cuando,
en frente de mis amigos y, con total descaro, me pasaba su lengua en la cara y
se sentaba a lado mío en, por supuesto, nuestro sofá. Siempre será nuestro
sofá, aunque ella ahora no este, ni estará.
Solo alguien está contento con su
partida, Rocco, mi chiguagua, que parecía odiarla y parecía odiarme a mí cuando
le decía que le dejara de ladrar, cosa que ella, realmente, ignoraba, volteando
su mirada, aunque no podía ocultar su desagrado por los perros.
Siempre recordare como en una noche fría llego a mi puerta. Yo la desatendí, viéndola, fruncí mi frente; no quería ni la
menor responsabilidad y sabía que para estar con ella debía amarla.
Pero ella saco a relucir toda su
agilidad, camino por el tejado de mis emociones, froto su cara contra mi corazón
y, luego de dar varias vueltas en él, se quedó durmiendo plácidamente al ritmo
de sus latidos.
La extrañare por siempre en la
casa, aunque aún sienta que duerme placentera sobre mi corazón.