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l último día de
cada año me encierro – en la habitación en la que suelo encerrarme a leer – a
leer. Qué más da si afuera la gente grita alegre porque otro año se les
termina y porque uno nuevo llega a acrecentar las esperanzas de mejora de un
año malo que se va (porque siempre el año que se va es malo, o siquiera menos
bueno que el venidero). Afortunadamente vivo solo; mi familia, conocedora de mi
poco ánimo para celebrar lo que no se debe, ni se anima a llamarme ni escribirme.
Mejor, no me gustaría hacerles más desplantes. Como decía, me encierro a leer
con mi taza de café pasado (el instantáneo no tiene el honor de acompañarme en
las lecturas), busco una canción adecuada para acompañarme a soñar (una
costumbre que me ha llevado a identificar canciones con libros), y me
desconecto. Entonces comienzo a volar sentado en la cama.
En realidad, mi
rutina diaria (cuando el resto de actividades menores me lo permiten) es
sentarme a leer con mi taza de café en la cama de mi habitación. Dicen que
demasiada cafeína lo vuelve a uno insomne y dependiente. Dicen que demasiado
leer lo vuelve a uno antisocial, soñador y algo loco (y si nadie lo ha dicho,
alguien debería hacerlo). Moriré entonces, si ninguna otra enfermedad me mata,
insomne y dependiente y antisocial y soñador y loco. Pocos se mueren de muchas
cosas a la vez: me siento feliz y afortunado por eso. ¡A morir leyendo y
bebiendo café se ha dicho!

Leo con
parsimonia, con los ojos grandotes y fijos, acuosos, con la ansiedad de un
adolescente enamorado que después de seis años de amar a una chica (desde que
tenía seis) se atreve a confesarle que quiere coger su mano en los recreos. Leo
con la necesidad de un adicto de veinticinco años que ha consumido café desde
los doce (por decir cualquier edad, los viciosos olvidamos ciertas cosas). Leo
aquella última página como si en ella se encontraran las respuestas a todas las
preguntas del universo, esas verdades que no se encuentran en las líneas de la
acera o en las estrellas de diciembre. Respiro hondo, muy hondo; tomo un gran
sorbo de café (el olor de este se confunde con el del libro), y, como si de la
última taza de café que fuese a tomar se tratara, y, como si del último día de
mi vida se tratara, y, como si del último libro que fuera a leer se tratara,
con los ojos acuosos y la respiración ansiosa, leo las últimas letras. Y abrazo
a mi libro.
Twitter: @RicardoLozanoF